Publicado originalmente el 4 de Febrero de 2020
Todos hemos sentido miedo alguna vez. Todos nos hemos sentido inseguros, desorientados y hemos lidiado con alarmas o indicadores que provenían de nuestro interior que gritaban alto por apoderarse de nuestra atención.
Como probablemente ya sepas, nuestro cerebro tiene fantásticos mecanismos de autopreservación que nos protegen cuando estamos en peligro con una respuesta rápida de lucha o huída. Estos mecanismos nos fueron extraordinariamente útiles contra los depredadores y probablemente tengan mucha culpa de que hayamos llegado hasta nuestros días. Imagínate estar en un espacio abierto como la sabana donde cualquier variación del entorno corresponde una potencial amenaza y cuanto más rápida sea nuestra reacción es igual a un aumento de las probabilidades de seguir con vida. Esto quiere decir que tenemos mecanismos de acción rápida increíblemente eficaces, en un entorno de altísima volatilidad, que nos han permitido que yo te escriba estas líneas y tú me las puedas estar leyendo. La cuestión es que ese mecanismo no se ha silenciado ni ha perdido eficacia a pesar de que no nos encontremos en un entorno como el de nuestros antepasados prehistóricos. Dicho de otra forma, los estímulos que categorizamos como “depredadores” a los que nos exponemos en nuestro día a día son mucho muy distintos a los de antaño, aunque continúen generando una respuesta de gran intensidad y rapidez por un lado, aunque deficiente discriminación y detalle por otro. Y aquí está el tema.
Cuando una persona se siente amenazada no puede pensar con claridad. Si estamos ante un estímulo que nos representa algún tipo de amenaza, sea real, percibida o incluso, en algunos casos, imaginada, nuestro cerebro pulsará el botón de estado de supervivencia. En ese momento, toda tu capacidad se enfocará a un estado proactivo que te va, por encima de cualquier cosa, asegurar la supervivencia. Este botón provocará varias reacciones, de forma muy simple los diferenciaremos en dos grandes grupos.
Las primeras serán una serie de reacciones motoras. Como ya sabes, la activación de la amigdala, provocará el envío de una señal al hipotálamo (nuestro centro de control de regulación del cuerpo) y éste iniciará una reacción de respuestas en cadena a todo nuestro cuerpo, especialmente a los músculos y los órganos, que nos preparará físicamente para para ejecutar las posiciones de ataque o defensa. Volvamos a la sabana, si de pronto en el entorno aparecía un potencial depredador, es importantísimo que el cuerpo se preparara al máximo para huir o enfrentarse a ese peligro. Es por eso que el cuerpo, a través de una respuesta inflamatoria (cuanto más inflamado esté un músculo, mayor será su aporte de oxígeno y otros nutrientes desde el corriente sanguíneo y mayor su capacidad para responder en máxima capacidad), genera una sobreactivación motora.
La segunda será una reacción cognitiva y emocional. Nuestro cerebro procesará la información con sesgo, un pensamiento condicionado que provocará un círculo vicioso lleno de distorsiones y emociones sobredimensionadas. La razón es adaptativa y muy fácil de entender. Imagina que estás ante un potencial peligro que está poniendo en riesgo tu vida, como un leopardo bien escondido entre los matorrales. Imagina la sensación de tensión en la que te encuentras. Ahora imagínate que estás observando el horizonte en busca de alguna pista que te haga reaccionar lo antes posible para salir corriendo y defenderte. Es de esperar que en esta situación, cualquier irregularidad tenga un sesgo valorativo importante. Es decir que lo malo es más malo y lo bueno… puede ser un poco malo también, por si acaso. Cualquier conjunto de ramas que parezca un poco fuera de sitio te activaría e iniciaría una respuesta de reacción ante el peligro. Ante una toma de decisiones, tomarás la opción que más te asegure la preservación aunque esa no sea necesariamente la más lógica u óptima
El miedo o la amenaza conllevan a un estado de ansiedad y agitación. A su vez aumentarán nuestros niveles de preocupación, todo pasará por un filtro de hipervigilancia, generaremos más miedo que, a su vez, concluirán en conductas de evitación y viviremos en un desequilibrio emocional sostenido. En realidad, todo ello en conjunto forma parte de un estado mental que se retroalimenta. Además, este estado conlleva una serie de respuestas y reacciones inflamatorias asociadas.
A nivel inmunológico, se segregan como consecuencia de esta agitación una serie de proteínas, llamadas citocinas, que provocan distintos tipos de inflamación en las células. A medio-largo plazo esto tendrá consecuencias de formas múltiples en nuestro organismo. Una de las consecuencias de la presencia de estas citocinas inflamatorias es que afectan a nuestras defensas y debilitan nuestro sistema inmunológico.
Por lo tanto, es evidente que un estado de estrés continuado es un estado antinatural. El estrés es una respuesta adaptativa que ha funcionado durante mucho tiempo como mecanismos de reacción rápida ante la amenaza. No obstante, nuestro organismo no está preparado para sobrellevar un estado crónico de agitación como este. Nuestro sistema inmune, sencillamente, es incapaz de asimilar y controlar de forma sostenida la liberación de estas proteínas inflamatorias.
En definitiva, el estrés conlleva a una serie de bucles de pensamiento negativos que acaban teniendo repercusiones graves en nuestra salud. Es por ello por lo que urgen cambios en muchos entornos de trabajo donde se cohabita con el estrés. Una cosa es que haya una cierta activación, se favorezca la iniciativa y la proactividad, y otra cosa es que el estrés se convierta en un estado de normalidad cultural.
Pero si ya no estamos en la sabana… ¿Qué es una amenaza y qué nos despierta el miedo? La respuesta depende de cómo uno se sienta o esté en el momento en el que se expone a un estimulo potencialmente susceptible de representar una amenaza. Este tipo de estímulos son, en la mayoría de los casos, producidos por miedos sociales. Pérdidas de estatus, amenazas provenientes del rechazo, la divergencia… Cualquier tipo de asociación de peligro que establecemos en nuestros entornos laborales, lejos de tener que ver con el contenido operativo de nuestras tareas, tiene como protagonista nuestro entorno y/o sistema social.
En definitiva, nuestra percepción de lo amenazante es una vivencia subjetiva, y probablemente sobredimensionada donde todo se reduce a la percepción de uno tiene de que, en palabras de Neruda, la “muerte del mundo” caiga sobre nuestras vidas.
“Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza del cielo se abre como una boca de muerto. Tiene mi corazón un llanto de princesa olvidada en el fondo de un palacio desierto.
Tengo miedo -Y me siento tan cansado y pequeño que reflojo la tarde sin meditar en ella. (En mi cabeza enferma no ha de caber un sueño así como en el cielo no ha cabido una estrella.)
Sin embargo en mis ojos una pregunta existe y hay un grito en mi boca que mi boca no grita. ¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste abandonada en medio de la tierra infinita!
Se muere el universo de una calma agonía sin la fiesta del Sol o el crepúsculo verde. Agoniza Saturno como una pena mía, la Tierra es una fruta negra que el cielo muerde.
Y por la vastedad del vacío van ciegas las nubes de la tarde, como barcas perdidas que escondieran estrellas rotas en sus bodegas.
Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.”
Poema de Pablo Neruda. Crepusculario (1923).